LA REPARTIJA DE LAS TRES TINAJAS - autora : Lucyernawa

 

 



En el pintoresco pueblo de San Bartolo del Andamio, donde los gallos cantan sin permiso municipal y las comadres gobiernan más que el alcalde, sucedió un caso tan curioso que aún hoy se cuenta al calor del fogón.

Las protagonistas fueron tres mujeres de armas tomar: doña Filomena de la Purísima, doña Mamerta de la Caridad y Trinidad la Justiciera, nombre que ya de por sí suena a sermón con correa.

A su alrededor orbitaba un pequeño sistema solar de personajillos aduladores, conocidos en el pueblo como los chupamedias, especialistas en asentir con la cabeza, aplaudir lo indebido y cerrar el pico por conveniencia. Entre ellos destacaba don Chi Cheño, sombra fiel de doña Filomena, experto en decir “así se ha hecho siempre” aunque nadie recordara cuándo.

Había también una Comisión Veedora, creada —en el papel— para vigilar que todo se hiciera conforme a ley. En la práctica, sus miembros tenían rabo de paja: miraban para otro lado, carraspeaban mucho y dejaban que la repartija siguiera su curso, no vaya a ser que alguien les recordara favores antiguos.

Resulta que en San Bartolo había tres tinajas antiguas —herencia de los abuelos fundadores— donde se guardaba el agua dulce más fresca del pueblo.

Las tinajas no eran solo tinajas: eran símbolo, prestigio y pleito asegurado.

Cada año, la comunidad debía decidir quién administraba cuál tinaja:

  • una iba para el barrio Alto,
  • otra para el barrio Bajo,
  • y la tercera quedaba para la casa comunal.

Pero ese año, Filomena y Mamerta —presidentas del Comité de Buenas Costumbres y Malas Decisiones— decidieron que lo justo, lo razonable y lo cristiano era… hacer la repartija a su antojo:

quedarse cada una con una tinaja

y dejar la tercera “pendiente de definición”, es decir, reservada para ellas por si se animaban a tener sede alterna, almacén personal o simple capricho hidráulico.

—A fin de cuentas —dijo Filomena, cruzando los brazos como quien cruza fronteras—, la tradición nos ampara. —Y si no nos ampara, ya la ampararemos nosotras —remató Mamerta sin sonrojarse.

Los chupamedias asintieron al unísono. Don Chi Cheño tosió en señal de aprobación. La Comisión Veedora tomó nota… en una libreta invisible.

El pueblo murmuró. Los burros rebuznaron. El río se ofendió. Pero nadie se atrevía a decir nada…

hasta que apareció Trinidad.

Trinidad, mujer de carácter granítico y memoria de fiscal, llevaba años revisando los estatutos comunales —sí, en San Bartolo había estatutos, aunque nadie los cumpliera— y sabía que las tinajas no eran para capricho, sino para distribución equitativa.

Así que marchó al local comunal con su libreta, sus apuntes y su voz de trueno educado.

—Doñas Filomena y Mamerta —dijo—, vengo a recordarles que según el artículo 12, inciso 3, del Reglamento del Agua Compartida, ninguna autoridad puede acaparar más de una tinaja, ni reservar “por si acaso” la que pertenece al pueblo.

Filomena sonrió con la dulzura de quien planea travesura. —Trinidad, hijita, tu reclamo es… improcedente. —Improcedentísimo —agregó Mamerta, que ya tenía la lengua entrenada para repetir lo que convenía.

Los chupamedias hicieron coro: —Improcedente, sí. —Muy improcedente. —Desde tiempos inmemoriales.

Pero Trinidad, que había sido criada a punta de carácter y documentos, les enseñó un pergamino oficial del Consejo Regional de Aguas y Otras Yerbas, donde decía clarito:

“Quien administre una tinaja no puede reservar ni bloquear otra. La tercera deberá quedar disponible para uso común.”

Filomena palideció como vela en ventarrón. Mamerta fingió no saber leer. La Comisión Veedora ajustó sus lentes… y miró el techo.

—Aquí siempre se ha hecho así —dijo Filomena. —Y si la ley no cuadra, peor para la ley —sentenció Mamerta, muy campante.

No solo Trinidad resultaba perjudicada. Había otros vecinos, cansados de perder siempre, ya vencidos y sin ánimos de luchar, que bajaban la cabeza y decían: —Para qué pelear, si igual ganan las mismas.

Pero Trinidad no estaba sola. A su lado se puso Leopoldo, hombre serio y flaco de paciencia, a quien —dicen las malas lenguas— ya no le cocinaban en casa por andar metido tratando de solucionar enredos.

—Esto no es solo por Trinidad —decía Leopoldo—, es por el agua de todos, que a mí también me afecta.

Y esa idea, simple pero peligrosa, empezó a inquietar a Filomena, a Mamerta y a sus fieles chupamedias, que ya veían en riesgo las tinajas y su valioso contenido.

Trinidad, viendo que la terquedad era epidemia, escribió un oficio para la comunidad que todavía se recuerda.

Enumeró abusos, citó reglamentos, evocó precedentes y hasta invocó a las autoridades de la provincia.

Y al final, en tinta furiosa, estampó:

“Si insisten en acaparar las tinajas, elevaré el caso a la Prefectura, al Consejo del Agua, al Tribunal Vecinal y hasta al cura párroco, si hace falta.”

Al leer eso, Filomena se persignó tres veces. Mamerta tragó saliva como si se hubiera comido una espina de caballa. Don "Chi Cheño" desapareció convenientemente. La Comisión Veedora recordó, de pronto, que sí sabía leer.

Porque en San Bartolo, lo único que da más miedo que la justicia…

es una mujer que sabe hacerla cumplir.

Cuentan que esa misma tarde, y sin necesidad de milagro alguno, las tinajas fueron devueltas al reparto legal, como quien devuelve lo ajeno diciendo que siempre fue prestado.

No hubo confesión de culpa, ni disculpas, ni vergüenza; porque en San Bartolo la vergüenza es cosa que se gasta rápido y no se repone en ferretería. Pero hubo obediencia, aunque fuera a regañadientes, con esa obediencia triste que no nace del arrepentimiento sino del miedo a que el escándalo haga más ruido que la conciencia.

Doña Filomena juró que todo había sido un malentendido. Doña Mamerta sostuvo que la ley estaba mal redactada. Los chupamedias afirmaron que siempre apoyaron la justicia. Y la Comisión Veedora, limpiándose el rabo de paja, dejó constancia de que todo se resolvió en armonía.

Y así, sin héroes oficiales ni villanos confesos, Trinidad ganó fama sin buscarla: Trinidad la Imbatible, guardiana del agua común, espanto de abusivos y pesadilla de quienes confunden tradición con conveniencia.

Desde entonces, cada vez que en el pueblo alguien habla de hacer una repartija “como Dios manda”, los más viejos se sonríen y murmuran: —Sí… como aquella vez.

Porque en San Bartolo aprendieron —aunque solo a ratos— que la ley puede dormirse, pero no muere; que el abuso suele disfrazarse de costumbre; y que siempre basta una Trinidad, un Leopoldo y un poco de memoria para que las tinajas vuelvan a su sitio.

Y si alguna vez vuelve a intentarse otra repartija, ya se sabe el final: no ganan las más vivas, sino las que creen que el pueblo es tonto.

Moraleja, que no es moraleja, pero se parece: En pueblos chicos y repartijas grandes, el silencio es cómplice, el miedo es rentable, y la justicia —cuando llega— siempre encuentra a más de uno apurado limpiándose las manos.

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